El lenguaje museográfico. Un breve manual de introducción al conocimiento y uso del lenguaje del siglo XXI. Autor: Guillermo Fernández

Una reseña de Pere Viladot.


Nos encontramos ante un libro curioso. Por la temática que aborda, por la forma de hacerlo y por la extensión. Lejos de querer ser un ensayo erudito, el autor lo ha escrito con la voluntad de ayudar a cualquier institución (museo o no) que quiera desarrollar exposiciones con voluntad comunicadora y no como productos de diseño. El subtítulo ya lo deja explícito: “Un breve manual de introducción al conocimiento y uso del lenguaje del siglo XXI”.

Puede parecer paradójico que, siendo un fenómeno de más de doscientos años, el autor hable del lenguaje museográfico como el lenguaje del siglo XXI. Lo justifica, con razón, con que demasiado a menudo se deja en manos de estudios de arquitectura o diseño el desarrollo de las exposiciones de los museos, sin que exista una verdadera investigación en las formas en que pueden ser dichos los mensajes que quieren comunicarse.

Aquí está la clave de todo el libro: parte de la consideración, como ya hacía en su primero —El museo de ciencia transformador (2019)—, que el museo es un medio de comunicación, y como tal cuenta con un lenguaje propio con un gran potencial aún por desarrollar. El museo ha pasado de ser una finalidad –conservar patrimonio–, a ser un medio para la transformación social a través de la educación. Para ello utiliza —o debería utilizar— el lenguaje museográfico que tiene la exposición como producto, de la misma forma que la película lo es del lenguaje cinematográfico. Ésta es una apuesta arriesgada pero muy sugerente, ya que da la vuelta a cómo ha sido tratado el tema hasta ahora en los diferentes manuales sobre museografía.

Como su libro anterior, es accesible online de forma totalmente gratuita, cosa nada habitual en el mundo editorial. Pero si se prefiere leer con el papel en sus manos, se puede adquirir por un precio de 12 euros. Está estructurado en doce capítulos breves con un total de 128 páginas, con un prólogo de Ferran Adrià, con quien el autor ha colaborado en su proyecto Elbulli1846. Una muestra del espíritu de investigación para la innovación que evidencia al autor y que reivindica en el capítulo 8 sobre los retos de futuro.

En la introducción, el autor explica que el libro surgió de las conclusiones que obtuvo a raíz de los comentarios que los lectores le hicieron llegar respecto de lo que más les había sugerido el libro anterior, donde de forma general y algo teórica desarrollaba el concepto de lenguaje museográfico. Nos dice que le ha querido hacer corto a propósito para que sea más atractivo, lo que no le hace menos riguroso.

Los cinco primeros capítulos les dedica a desarrollar la idea del lenguaje museográfico, que se fundamenta en dos pensamientos clave: la tangibilidad y la conversación. La simultaneidad en el tiempo y la coexistencia en el espacio de objetos y fenómenos -atención a estos últimos- con los visitantes es lo que genera una experiencia museográfica intensa, social y compartida. Éste es el gran valor del lenguaje museográfico que el autor reivindica, insistiendo en que otros lenguajes —audiovisual, escrito, gráfico…— deben ser siempre complementarios.

En los museos, desarrollar todo el potencial del lenguaje museográfico no restará valor a las colecciones, sino que las potenciará para que se pongan al servicio de su finalidad educativa: “El museo pasa de ser un lugar a ser sobre todo el ámbito propio de una función social” (p. 32). El problema que denuncia es que, así como se ha desarrollado un corpus de conocimiento relativo a la conservación, catalogación y exhibición, no se ha hecho sobre las nuevas funciones educativo-sociales a pesar de que ya llevan muchos años reivindicadas y — explícitamente— consideradas en la definición de museo.

Pero el fundamento sobre el que está centrado el libro comienza en el capítulo 6, donde describe, categoriza y clasifica los recursos propios del lenguaje museográfico. Una clasificación y descripción cuidadosa que parte de los dos activos básicos antes mencionados: el objeto y el fenómeno. Ésta es la gran aportación de Guillermo Fernández, que ya ha explicado en varios artículos: la consideración del fenómeno —innovación museográfica de los museos de ciencia mal llamados interactivos— como un activo básico del lenguaje museográfico. Ya lo hizo en su primer libro, pero ahora se explaya. Así, mientras que el objeto es, el fenómeno sucede, lo que aporta a la museografía un potencial increíble. De modo que muchos museos que no son de ciencia ya los han adoptado en sus exposiciones. Siendo así, ¿qué nos aporta de nuevo el autor? Que no considera el fenómeno como un complemento expositivo, sino como una categoría de recurso por sí misma.

A partir de ahí desarrolla estos dos activos básicos tomando como criterio su aplicación comunicativa. Si el objeto o el fenómeno se representan a sí mismos, hacemos un uso literal —se presentan, matiza el autor—, podremos hablar de piezas (objeto) y de demostraciones (fenómeno). Si lo que hacen es representar otros objetos o fenómenos, o sea si hacemos un uso metafórico, hablar de modelos (objeto) y de analogías (fenómeno). De esta forma obtiene lo que el autor denomina los cuatro recursos comunicativos del lenguaje museográfico: la pieza y el modelo para los objetos, y la demostración y la analogía para el fenómeno. El cuadro de la página 53 es una buena síntesis.

El capítulo sigue desglosando la clasificación de los dos activos básicos —objeto y fenómeno— según otros criterios como su disponibilidad (únicos o múltiples), la complejidad estructural (unicapa o multicapa) o la situación física (contextualizados o no). Y finaliza la clasificación de los cuatro recursos —pieza, modelo, demostración y analogía— según otros criterios como su origen natural o humano para las piezas y las metáforas, oa quienes representan para los modelos y analogías. Cabe decir que a quien escribe esta reseña le ha costado coincidir en ciertos conceptos utilizados como el de únicos/múltiplos, sobre todo en el caso de las piezas. Pero como el propio autor explica más adelante, es muy raro encontrar piezas que respondan de forma estricta a un solo epígrafe: “Se trata de una clasificación, la cual, como la propia realidad en la que se inspira, no se puede sujetar a una catalogación de forma estricta, por lo que siempre admitirá superposiciones y espacios mixtos” (p. 80). Toda esta clasificación la encontraremos resumida en el cuadro de la página 83, que podría ser espeso, pero muy bien resuelto.

A lo largo del texto se desarrollan algunas ideas que surgen de esa consideración del museo como medio de comunicación y de su lenguaje intrínseco, que es el lenguaje museográfico. Una es la definición de objetos y fenómenos como semióforos, término acuñado por el filósofo e historiador Krzysztof Pomian y que se refiere a los objetos que son portadores de significados aunque no sean excepcionales. Así, como semióforo, un libro es un objeto físico y al mismo tiempo una obra literaria.

Otra idea está en línea con la tendencia actual acelerada a raíz de la pandemia —veremos hasta cuándo durará— y que considera que el museo debe convertirse en algo más social, debe trabajar con, por y para la comunidad. El autor dice que el museo clásico se ha desarrollado en un contexto comunicativo retrospectivo, mientras que el museo contemporáneo -que no significa nuevo, sino actual- tiene un propósito comunicativo prospectivo. La idea de museo transformador que sabe y desea involucrarse socialmente para la transformación.

Por último, quiero destacar que el autor identifica los activos propios del lenguaje museográfico —objetos y fenómenos— con los signos de un lenguaje, haciendo una de las analogías que tanto le gustan. Utiliza la terminología lingüística para afirmar que si se toma de forma seria el potencial del lenguaje museográfico, se abre la puerta al estudio de su gramática y muy especialmente de su sintaxis y morfología.

En los capítulos 7 y 8, el autor nos propone cómo utilizar el lenguaje museográfico y cuáles son, a su juicio, los retos de futuro. En este último capítulo, insiste en algunas ideas que ya anunció en su anterior libro (2019). Me gustaría destacar la de evitar la sobremediación en el ámbito de las exposiciones aprovechando al máximo todas las potencialidades del lenguaje museográfico. Se trata de evitar convertir las exposiciones en una amalgama de recursos de otros lenguajes que, en cualquier caso, sólo deben utilizarse como auxiliares. Por otra parte, muy acertadamente, afirma que si una exposición requiere la muleta de los educadores para explicarse, es que no está bien resuelta a nivel museográfico. El papel de los educadores es fundamental para potenciar la relación interactiva de los visitantes entre sí y con los elementos de la exposición, pero nunca como recurso auxiliar para dar claridad a un discurso oscuro. Pero, para evitarlo, los educadores deben tener cada vez un papel más protagonista en el desarrollo de las exposiciones, tanto en su creación como en la realización y evaluación, como expertos que están relacionados con el pleno uso de los recursos del lenguaje museográfico. No puedo estar más de acuerdo.

El capítulo 9 lo dedica a ofrecer un glosario de los términos que ha utilizado a lo largo del libro o que forman parte del desarrollo de las exposiciones y que nos ayudan a definir algunos de los aspectos de la museografía. Quiero destacar el término beneficiario, que contrapone al de visitante. Lo hace porque opina que el museo aporta un crecimiento personal constatable, esté o no previsto y sea o no como visitante. El museo, para aquellas personas a las que se dirige de forma reiterada, es una organización de acción social, educativa y transformadora. En cambio, echo de menos la definición del término narración —o relato o historia, como queráis—. Aunque habla de la narrativa implícita en el guión de una exposición, para mí es el eje que garantizará o no el éxito en su plasmación. Si tenemos clara cuál es la historia que queremos contar, que va mucho más allá de definir unos conceptos clave y que nos permite seducir al beneficiario —me hago mío el término—, habremos resuelto muchos de los problemas que conlleva su desarrollo. Desde pequeños nos hemos quedado boquiabiertos ante historias orales, visuales o escritas. Si no existe una historia bien trabada, no hay exposición. En cualquier caso, un cúmulo de objetos y fenómenos que agobian más que explican.

Para que el libro no quede como un mero planteamiento teórico -¡que no lo es!-, fruto de una elucubración personal, nos ofrece unas herramientas para el procedimiento básico de desarrollo y gestión de una exposición en el capítulo 10. Lo hace desde la premisa que una exposición no es más que el “resultado de articular un propósito comunicativo concreto a través de los recursos del lenguaje museográfico” (p. 109). Para ello, en la página 110 nos propone un esquema de las fases que comporta el desarrollo y la gestión de una exposición, recalcando otra de las ideas que el autor ha expresado en múltiples ocasiones: la necesidad de saber distinguir claramente la gestión estratégica de la gestión ejecutiva, cosa que demasiado a menudo no ocurre. Se pone de manifiesto que ha colaborado en muchas exposiciones y sabe de qué habla. La ficha de la página 113 para desarrollar los diferentes ámbitos de una exposición a partir de su guión es un claro ejemplo.

Dada la diversidad de fórmulas que los museos aplican para el desarrollo y la gestión de las exposiciones, el autor reivindica la figura de la dirección de exposiciones, perfil profesional todavía no reconocido y que es muy distinto a los de coordinador o comisario, ya que debería liderar la gestión ejecutiva de un proyecto expositivo. Hace la lista de las funciones que debería tener un/a director/a de exposiciones, figura que actualmente suelen ejercer los comisarios, diseñadores o coordinadores, que deberían desempeñar otras funciones. En la misma línea, también nos propone una estructura para los créditos de una exposición en el capítulo 11.

Éste es un libro sencillo de leer por corto, conciso y claro. Libre de citas, lo que no significa carecer de rigor bibliográfico, lo que se puede comprobar en el capítulo de recursos —¿por qué no dice referencias bibliográficas?—, con una larga lista de monografías y artículos.

Un libro que, por encima del acuerdo o no que pueda generar la clasificación y descripción de los recursos que propone, lleva a la consideración sobre qué es una exposición y, sobre todo, a cómo los museos y otras instituciones que llevan a cabo exposiciones deben hacer una reflexión profunda de lo que son y de los recursos que intervienen si quieren conseguir los objetivos que se proponen. Por cierto, no siempre bien definidos.

Ir arriba